Os confesaré que no nunca fui lo suficientemente agradecida. Siempre había una queja que se sobrepusiera a los agradecimientos. Me quejé de que la comida estaba fría, en vez de reconocer lo buena que estaba. Me enfadé cuando se quejaba de mi absoluta ingenuidad en lugar de darme cuenta de lo equivocada que estaba y lo fácil que podían llegar a ser las cosas. También puede que rechazara planes por quedarme a solas, sumergida en pensamientos o en temas que pudieran dejarla al margen. Y yo también dije que lo haría, y hasta que no se enfadó conmigo, olvidé y no quise recordar sus favores. Pedí más de la cuenta, esperando que no tuviera que hacer nada a cambio y me faltaron detalles por hacerle. Quizá nunca debí haber dejado pasar tanto tiempo para que un abrazo saliera de manera espontánea.
Pero, también os confesaré que siempre la he adorado con toda mi alma. Que me recorría un escalofrío cada da vez que no encontraba complicidad en sus ojos. Que aunque fingiera no seguirlos, sus consejos fueron los puntos de partida de muchas metas alcanzadas. Siempre he querido que el orgullo cubriera mi nombre ante sus ojos, para así parecerme un poco más a ella. Y hoy, que la extraño más que nunca, espero que en esas velas que sopla, piense en lo orgullosas que estamos de ella; en que sus agigantados pasos me asustan porque es capaz de saltar montañas. Me doy cuenta de lo necesario que era para mí verla todas las mañanas, que se molestara cuando no le daba un beso, que interrumpiera mis horarios de biblioteca para estar al tanto de todo detalle, de las exigencias y los enfados; ahora todo eso parece ir cobrando sentido. Pero, principalmente, me doy cuenta de lo muchísimo que me aporta verla sonreír aun cuando no llega a ver la luz al final de túnel. Parece que, al fin y al cabo, no somos tan diferentes. Te quiero, mami. Feliz cumpleaños.
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