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domingo, 17 de febrero de 2013

Hacía muchos, y cuando digo muchos me refiero a que he perdido prácticamente la cuenta, muchos días que no me sentía tan llena de felicidad por dentro. Es cierto que duró a penas diez minutos, pero cuando crucé las tiras de mis zapatillas de ballet alrededor de mis tobillos, volví a sentirme plenamente libre, como si pudiera alcanzar La Luna con dos pasos. El ballet es pura poesía y cuando sientes sus versos deslizar por tu espalda, llegan a tu cuello y se vuelven dinamita en un cosquilleo constante, sabes lo enorme que es tu alma de bailarina. También es cierto que se me encoge el pecho en melancolía, en querer seguir bailando y encontrarme con la pared cuando solo quiero ver escenario. Desearía volver a sentir los notas de música de Jean Coralli sobre mis pies, darles alas y que se dejen llevar por el recital. Incluso el dolor amargo de las equivocaciones, las tardes en las que no podía moverme del dolor, las fatigas y las horas repitiendo errores, ahora me saben igual de dulce que la vainilla, saben a echar de menos la delicadeza de mis brazos cuando rozaban el aire. Pero como ya viene siendo costumbre, lo bueno se ha vuelto realmente efímero; y quiero poder volver a estar frente a ojos que no parpadean, acogida en el calor de los que se agarran las manos nerviosos cuando saben que es mi turno; quiero quejarme porque no me gusta el color del vestuario, quiero contar los días que quedan para mi próxima actuación y volver a expresarlo todo con una mirada. Daría lo que fuera por volver un par de años atrás y recuperar. Recuperar tiempo. Recuperar todo lo que he dejado atrás y ser quien solía ser.

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