Páginas

lunes, 4 de junio de 2012

Odio escuchar a dos personas peleándose; ver cómo dos miradas frías buscan el infinito para evitar derramar alguna lágrima. Incluso odio cuando me cuentan un enfado reciente y todo lo que genera por dentro. Pero, lo que todavía odio mucho más, es ver cómo nosotros somos los que se pelean, cómo escucho todo lo que decimos, sin darnos cuenta, tirando con fuerza recuerdos y reventándolos contra un muro de piedra, duro, alto, muy alto. Esa sensación de vacío que se apodera de mí cada vez que el silencio se sumerge en nuestras vidas y el único abrazo que me queda es el de mis brazos, cruzados sobre mi pecho, sin saber cómo deshacerse. Me duele la barriga y un nudo en la garganta va subiendo poco a poco, hasta que mis ojos no son más que dos enormes cataratas que lloran la imagen de tus ojos molestos sobre los míos. Todo parece el fin porque veo como me marcho, te veo ahí, sin hacer nada, vemos la vida correr delante de nosotros, sin ser capaces de rebobinar y arreglar el dolor con una sonrisa, o con una pequeña frase de arrepentimiento. Siempre nos damos por vencidos porque confíamos en que ninguno será capaz de poner un punto y final definitivo pero, no me tientes. Por favor, vamos a dejarnos de desconfianzas inoportunas... No necesito que me digas ahora cuánto me quieres, porque sé que lo haces, con toda tu alma... Pero prométeme que me lo dirás, y que no habrán peleas que consigan distanciarnos.

No hay comentarios:

Publicar un comentario