Era un día cualquiera, ¿no?, de esos en los que, al despertar, la luna me dio los buenos días al otro lado de la ventana. Un día en el que me puse en pie con la pereza de cada mañana, odiando el irritante sonido del desepertador. Cogí mis cosas y salí de casa con la misma cara de dormida de siempre. Supongo que existen esa clase de días, en los que abres bien los ojos y observas cómo pudiste superar obstáculos. Y esa mañana, simplemente, pasó. Los cambios, que generan a su vez más cambios, bombardean sin preguntar siquiera. Mientras andaba por esa calle, mientras pisaba esas aceras que pisaba cada mañana, comencé a comprender que hay recuerdos melódicos que hacían las veces de máquina del tiempo, teletransportándonos hasta donde las notas quieran, devolviendo esas sonrisas que todos necesitamos de vez en cuando. Ojalá los recuerdos pudieran convertirse en algo tangible y dejaran de hacerse trizas en cuanto abro los ojos. Últimamente sueño, sueño demasiado. Sueño incluso despierta. Pero, otra vez, supongo que será esta impotencia tan grande que se apodera de mis ilusiones. Hay días en los que, inevitablemente, tengo que pensar en ti y en nosotros, más de lo que me gustaría, pero te aseguro que todos los días tienen un difuminado en los que acabas apareciendo. No hay día en el que no me sienta afortunada por poder admirarte. Y ojalá pudiera hacerte saber cuántos reproches tengo por no haber entregado de mí suficiente, cuántas noches me duermo pensando en las cosas que nos faltaron por hacer, y en todo lo que dije sin sentir. Que creo que la expresión echar de menos está sobrevalorada, porque no llegamos a sentirlo hasta que no tenemos más que soportar la ausencia inevitable. Ni la suma de todo el amor que hoy reciben los padres se aproxima a lo mucho que te quiero. Feliz día del padre. De tu hija y admiradora.
Tengo miedo de que el miedo te eche un pulso y pueda más. No te rindas, no te sientes a esperar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario