Hoy os vengo hablar de despedidas. Sí, otra vez, otra vez. Cuando cogí mi coche me di cuenta de que hay lugares que son capaces de personificar la misma bipolaridad. Os hablo del sabor dulce de la puerta de entrada de los aeropuertos, de la ilusión que vive en los ojos de todos los que esperamos que la sonrisa vuelva a nacer en cuanto nos encontremos con la persona esperada. Y cuánta tristeza esconden. Cuántas lágrimas habrá podido ver caer ese solitario paso de peatones, el que nos hace cruzar a la acera de enfrente, y decir adiós con la mano a quien sea que se aleje en ese gigante con alas. Muchas veces perdemos el tiempo en empeñarnos en buscar la felicidad cada día y no nos damos cuenta de que es ella quien tiene que encontrarnos, y que será donde menos lo esperemos; en un gesto de cariño, en una despedida bonita, con esos ojos que gritan deseo de capturar el tiempo, en los momentos de silencio, de alboroto... Al final todo se reduce al valor que cada momento haya tenido, o al valor que nosotros queramos darle, que será quien determine el número de lágrimas que protagonizarán un hasta luego. Y nuestro tiempo vale oro, y la felicidad, que nos encuentra a cada minuto, también.
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